Árbol y farola por Alejandro Maldonado

En esta entrada trataremos un recurso que suele asociarse más a la lírica que a la narrativa, pero que aun así tiene mucha más presencia en el mundo de la novela de lo que podamos pensar. Hablamos de la metáfora.

Salvo casos excepcionales en los que tendremos que justicficarlo debidamente, como el caso de un personaje poeta o que el propio contexto dé un pie razonable a su uso, la metáfora en narrativa es introducida en el texto a través de la figura del narrador, y según el contexto tendrá un valor estético o bien tendrá una utilidad aclaratoria. Pero la verdadera complejidad de la metáfora no es tanto su contextualización o su objetivo como su propia elaboración, y para ello tomaremos cuatro pautas principales que nos facilitarán el proceso.

1 Evitar clichés. Recurrir a las metáforas de siempre, las ya conocidas y previsibles, hacen de la metáfora un elemento insulso del que llega a ser preferible prescindir. Si en un contexto quieres añadir una metáfora y no logras salir del cliché mejor no la utilices. La metáfora que no sorprende es irrelevante, pero la que sí lo hace puede dotar de una fuerza única al texto.

2 Aumentar la distancia entre la realidad y la metáfora. Cuanto más alejado esté en naturaleza el objeto real del que se presenta como metáfora más fuerza evocadora tendrá la metáfora. No debemos perder de vista, en cualquier caso, el hecho de que debemos mantener un nexo entre la realidad y la metáfora, por mucho que nos alejemos, para que funcione tenemos que encontrar la característica o características que pretendemos ilustrar tanto en el objeto metafórico como en el real.

3 Tener en cuenta el poder evocador del lenguaje. En tanto que seres humanos, somos lenguaje. Nos permite razonar, asociar, argumentar, tener pensamiento abstracto, predecir el comportamiento de cierto rango de realidades, comprender el mundo, extrapolar… Y ello se debe al lenguaje, que no es una mera atribución de un grupo fonético a un objeto o realidad, sino que juega con palabras. Las palabras están llenas de contenido y funcionan como un cajón en el que almacenamos todos los matices que vinculamos a dicha palabra. Así, cuando abrimos uno de esos cajones poniéndolo en nuestro texto no solo hablamos de lo que representa esa palabra de manera directa, sino también de todo lo que tenemos dentro del cajón, todo ese torrente de matices, de experiencias incluso que vinculamos a cada palabra, las imágenes mentales que creamos, y a través de ellas se crean puentes que nos llevan a uno u otro recuerdo, a otras realidades por asociación, a otras palabras con sus propios cajones. Usar metáforas es jugar con el contenido de esos cajones que son las palabras.

4 Emplear la transposición. Este recurso retórico puede en algunas ocasiones facilitar la aparición de más material con el que escribir, pero además, al usar una estructura atípica de las frases, estamos enfatizando la metáfora y centrando más la atención en ella, lo que hace que el lector vuelque más recursos cognitivos en la propia metáfora y esta adquiera todavía más intensidad mediante la asociación.

A menudo se confunde la metáfora con el símil, que se comporta de manera muy similar, pero su uso es mucho más flexible y exige menos justificación en el texto. No obstante, como escritores es básico ser capaz de diferenciar claramente un recurso de otro, pues por muy parecidos que resulten tienen diferencias, y estas nunca son triviales.

La semana que viene daremos un descanso a nuestra sección de cómo escribir para poder dar paso a una sorpresa que seguramente muchos de vosotros ya habréis anticipado (al menos en parte) con los nuevos elementos de esta web… Merecerá la pena, ¡permaneced atentos!