
Si nos fijamos en relatos y novelas de épocas anteriores, incluso de la primera mitad del siglo XX, y todavía algunas de la segunda mitad, veremos una fuerte dependencia de la descripción explícita para construir las imágenes. Un ejemplo muy claro lo podemos ver en las novelas de Julio Verne del siglo XIX, en las que la acción se detenía por completo durante a veces varias páginas para dedicar tiempo narrativo a describir a un nuevo personaje o un lugar concreto. Esta tendencia cambió radicalmente en las últimas décadas del siglo XX al extenderse medios más dinámicos como la televisión o el cine, no digamos ya con la influencia de internet.
En nuestro mundo actual la información lleva otro ritmo y todo se apoya mucho más en la acción, algo que queda plasmado en lo literario, especialmente al tener en cuenta que la tecnología ha desplazado el interés por la lectura en gran medida. Todo esto hace que tengamos que ser mucho más cuidadosos con los tiempos que dedicamos a cada cosa en nuestra narración, y mientras sea posible, un lector contemporáneo tenderá a preferir descripciones breves solo de elementos clave y embebidos en la propia acción sin frenarla apreciablemente. Esto es, tenemos que aplicar una fuerte economía de palabras, pero ¿cómo hacer que nuestras narraciones funcionen entonces?
Para llegar a este punto, observamos que internet y las nuevas tecnologías han afectado de manera extraordinaria a lo que podemos denominar realidad compartida, es decir, a aquellas cosas que como sociedad todos conocemos y sabemos interpretar, esa será una herramienta que jugará a nuestro favor en la economía de palabras. Esto sucede precisamente porque tenemos una gran exposición a todo tipo de información a través de redes sociales, medios de comunicación, etc., y este bombardeo de información nos da acceso a muchísimas realidades diferentes con gran facilidad y en muy poco tiempo, ampliando nuestra realidad compartida.
Por ilustrar esto con un ejemplo, si nuestro lector objetivo es la población adulta europea del siglo XXI entre 25 y 65 años, solo la mención de una lavadora será suficiente para que se hagan una idea del tamaño, aspecto y funcionamiento de la misma, pero si nos dirigiésemos con esta palabra a la misma población en 1904, cuando empezaron a publicitarse las primeras lavadoras eléctricas en Estados Unidos, todavía una creación de uso muy marginal que no se extendió en Europa hasta pasada la Segunda Guerra Mundial, en este caso los lectores no serán capaces de entender qué les estamos poniendo delante y la narración no funcionará. Para resolver esto, basta con aplicar una norma muy general pero también muy efectiva: hay que justificar todo aquello que se salga de la realidad compartida.
La única manera de saber qué está contenido y qué no en esa realidad compartida es definir un público objetivo, conocer su mundo, su entorno, su sociedad (aquí hay que ser un poco antropólogo también, puede ser parte de nuestro proceso de documentación), y a partir de ahí tendremos una idea de qué tenemos que justificar y qué no. Una vez aclarado esto, el siguiente paso es saber cómo justificar, para ello, tomando una idea muy clara de lo que abarca la realidad compartida de nuestro público, tendremos que describir de la manera más breve y efectiva posible todos aquellos elementos de nuestra obra que escapan de la realidad compartida. Retomando el ejemplo anterior, podríamos describir la lavadora en 1904 como un recipiente movido por un motor eléctrico que lava la ropa sola, evitando entrar en mayores detalles sobre cómo lo hace y sus elementos (tambor, tapa, uso de agua y detergente, etc.) si no es necesario para nuestra narración.
Hasta aquí la entrada de hoy, si queréis saber más sobre cómo escribir no dudéis en seguir mi página y permanecer atentos a las novedades.