
Sinopsis
Pasándose «por el forro de los cojones los valores oxidados de una moral contraria al propio concepto de humanidad». Así da forma Álvaro a su vida. Odia todo lo que no le apasiona. Se desvive tanto en sus cirugías veterinarias como en su lucha por erradicar el maltrato animal. Radicaliza incluso las relaciones sociales, que acaban basadas en sexo, aversión o ambas. Bajo su aparente caos, hay un esquema de valores que ordena su modo de enfrentarse al mundo, pero ciertas cosas de sí mismo todavía se mantienen ocultas, incluso para él, en el interior de su propia mente…
Fragmento de la Obra
Extracto del Capítulo 9
Hay una extraña marca que queda en todo lo que se toca, a veces más psicológica que real. Un rastro leve, minúsculo a veces que sin embargo está. Lo descubrí ya desde pequeño, la idea del vaso de agua, ese que bebes hasta que parece no haber nada más, pero si lo sostienes todavía inclinado hacia abajo durante el tiempo suficiente puede que te caiga una gota en la cabeza. Ese rastro de agua que cuando lo consigues secar se convierte en un poso salino, la aglomeración de las impurezas de ese agua que quizá no arrastres del todo cuando lo trates de limpiar con un papel que a su vez dejará su rastro, invisible pero existente. Este mismo principio, esa marca perenne, esa especie de filosofía del rastro se extiende a todo tipo de ámbitos, desde el entrelazamiento cuántico de la Física Teórica hasta las pruebas circunstanciales que los forenses son capaces de hallar para vincular a sospechosos y víctimas.
Esa filosofía del resto es la tragedia inevitable que nace ya con el Segundo Principio de la Termodinámica, aquella magnitud de entropía que mide la irreversibilidad, cómo las cosas no pueden volver a ser lo que eran, cómo todo afecta, todo cambia, todo deja su marca ya de por vida, ya sea más grande o más pequeña, pero entraña un riesgo. Si encuentras las marcas apropiadas puedes reconstruir la vida de un objeto. Un objeto como la camisa que llevabas cuando provocaste que aquel recién conocido reventara su cuello y su coche contra el mismo árbol. Un objeto como el cierre de su cinturón de seguridad. Como el agua del lago que empapó tus zapatos. Como el asfalto que pisaste. Como los discos duros de los vídeos de seguridad del hotel. Cada cosa que haces es irreversible, en una medida, por un motivo. Todo suma y nada vuelve a su sitio. También en la gente se deja una marca, pero eso ya es otra historia. Lo que me interesa ahora mismo es que el material quirúrgico que podría tener que utilizar sobre Odín (no tanto aquella deidad nórdica omnisapiente a costa del ojo izquierdo y responsable de decidir la victoria y la muerte en las batallas, como el dóberman agonizante de cuarenta y dos kilos con torsión de estómago al que intento salvar la vida) no tenga más marca que la del proceso de fabricación y mantenga su condición de estéril cuando empiece a entrar en su cuerpo. Placas con luz estomacal dividida en dos.